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Nueva Zelandia en dos actos: Maoríes y deportes extremos

Primera visión del Paraíso: un mar zafiro, salpicado de islas verdes como el jade, dos colores que no me abandonarían en todo el viaje. Al otro lado de la ventanilla, el sol apenas se asoma sobre el océano mientras el avión apunta su morro hacia la bahía de Hauraki en busca del aeropuerto de Auckland. La “ciudad de las velas” –poco se tarda en descubrir el porqué– vive de cara al mar, rindiendo honor a la pericia de los primeros navegantes y cada tarde el horizonte se eriza de veleros que regresan a los puertos. Por lo demás, Auckland ostenta una fachada de rascacielos detrás de la cual se extienden numerosas colonias residenciales de casa-con-jardín.

No te dejes impresionar; se trata de una ciudad concebida a escala humana. Lúdica, cultural y sofisticada, Auckland alberga una pintoresca mezcla de razas –europeos, maoríes, asiáticos e incluso algún africano– y cultiva cierto aire frívolo cuando se trata de restaurantes o arte. Un puñado de museos muy recomendables, una estimulante oferta de ocio, la animación de los parques y esa vaga atmósfera polinesia que lo impregna todo, harán que los días se deslicen sin que te des cuenta. Pero si quieres conocer el auténtico carácter neozelandés hay que seguir el viaje hacia el sur. Así que, media semana de aclimatación y… ¡en marcha!

Rotorúa: provocaciones con la lengua y saludos con la nariz
¿Estás de humor para que te den un susto? Asiste a una haka y tendrás garantizada una buena dosis de sobresaltos. Imagínate a un grupo de robustos guerreros maoríes que te miran con cara de pocos amigos. De pronto, comienzan a vociferar algo, que bien podrían ser insultos, mientras desorbitan los ojos y se golpean con rabia pecho y hombros. Hacen amago de acercarse y retroceden, una, dos veces, acortando las distancias por momentos. Se secretean entre sí, parecen ponerse de acuerdo y llegan hasta el público y agitan amenazadoramente sus lanzas y te sacan la lengua –bueno, te la muestran–. ¿Es suficiente?

En fin, eso es una haka, la danza de desafío maorí. Con el fin de templar los ánimos, lo más probable es que, a continuación, los feroces guerreros cambien sus armas por unas guitarras y, moviendo sensualmente las caderas, comiencen a cantar junto a las bailarinas, recién salidas al escenario, la más melosa canción de los Mares del Sur. Todo sucede en el interior del marae o casa comunal de Whakarewarewa, villa maorí en las afueras de Rotorúa.

A 234 km de Auckland, Rotorúa es una ciudad eminentemente turística por varias razones. Para empezar, se halla enclavada en un paraje de montañas y lagos particularmente hermoso, incluso dentro de los estándares neozelandeses. Luego está el “asunto de las fuerzas telúricas”, como lo llaman los locales: géiseres y albercas de agua hirviendo o de barro burbujeante sobre calderas volcánicas que contrastan con las superficies cristalinas de los lagos alpinos y le dan a la población el olor a azufre que la caracteriza.

Así pues, las aguas termales –medicinales… un espectáculo en sí mismas– junto con el rico folclor maorí constituyen el principal imán de Rotorúa. Sus calles se alinean con hoteles y el centro es una sucesión de cafés y restaurantes donde reina un ambiente cosmopolita y familiar al mismo tiempo. Flota en el aire cierto aire místico, propiciado por la presencia de los arawa, tribu maorí de la región que cuenta con 35 marae en la región.

No puedes dejar de visitar una villa nativa. Traspasar sus puertas, entre burlones ídolos de madera, es percibir el Manaakitanga o espíritu de bienvenida y hospitalidad. Los maoríes poseen un extraordinario sentido del humor, así que no te sorprendas cuando te tomen el pelo al menor descuido. Lo mejor es relajarse y bajar la guardia. A cambio, escucharás la leyenda que se oculta detrás de cada maravilla natural –el porqué de las Puertas del Infierno de Tikitere o del bullir del Lago Kuirau o por qué los kiwis no vuelan– y podrás contemplar las danzas y los cantos tradicionales. Si te interesa la artesanía, visita el New Zealand Maori Arts & Crafts Institute.

Aunque nada tenga que ver con la cultura maorí, sino con los colonos europeos, antes de abandonar Rotorúa hay que visitar una de las granjas preparadas para recibir turistas. En realidad, las hay por todo el país; tal es el peso del ganado ovino en la economía nacional: el número de cabezas supera cuatro veces al de los habitantes. Aseguran en Rotorúa, que en estas granjas se ofrecen los mejores shows. Y si en verdad deja con la boca abierta observar el poco tiempo que se necesita para trasquilar a una oveja, sorprende aun más el grado de entrenamiento y la inteligencia de los perros pastores. Todo un espectáculo.

Queenstown: un salto al vacío
Al sur de la Isla Sur, rodeada por los Alpes Neozelandeses y a orillas del lago Wakatipu, se asienta Queenstown, conocida como “la capital mundial de los deportes de aventura”. El centro de la ciudad no supera el kilómetro cuadrado y toda el área comercial resulta accesible. A pesar del número de turistas que atrae, ávidos de emociones, el lugar es tranquilo… engañosamente tranquilo. La verdad es que cuesta un poco asimilar la majestuosidad del paisaje. Pero, después de unos días, mejor será que te vayas acostumbrando, le pierdas el respeto y empieces a planear cómo disfrutarlo al máximo.

El número de actividades es abrumador y su diversidad también: hay para cada gusto y para cada edad. De los deportes extremos al ecoturismo, pasando por los momentos de recreo al aire libre, puedes ocupar, si lo deseas, hasta el último minuto de las vacaciones. Para mayor facilidad, existen numerosas empresas especializadas que brindan sus servicios. Conviene, acaso, comenzar con cierta calma. Puestos a abrir boca, nada mejor que abordar el viejo crucero de vapor en su travesía por el Lago Wakatipu. O la ascensión en funicular y telesilla hasta el mirador que domina Queenstown, los Montes Remarkables y el mismo Lago Wakatipu, brillante como un espejo.

La visión invita al senderismo, cuyas rutas varían en dificultad y duración. Si te sientes con fuerza, sigue por el sendero Routerbourn, favorito de Edmund Hillary, primero en llegar a la cumbre del Everest. De las 32 áreas protegidas en el país, la más cercana es el Parque Nacional de los Fiordos. La base de operaciones será entonces Te Anau, a 300 km por carretera. Es ineludible recorrerlos para, desde aquí, continuar a Milford Sound.

La imagen de este fiordo es la más representativa del país, con el muy fotografiado Pico Mitre a la entrada de la ría que conduce al Mar de Tasmania. Del muelle parten cruceros que recorren el fiordo. Los más recomendables son aquellos que pernoctan a su abrigo y realizan la travesía de regreso con los primeros rayos de sol de la mañana. No es bueno hacerse muchas ilusiones al respecto, ya que esta región es particularmente lluviosa. Pero, con un poco de suerte, podrás admirar las cumbres nevadas cayendo verticales hasta el mar y las cascadas nacidas en sus paredes.

¿Y las emociones fuertes? De regreso a Queenstown, lo oportuno es un deporte inventado precisamente aquí. El bungy jump reta a tirarse desde un puente y experimentar una caída de 50 metros, con la esperanza de que la cuerda elástica nos impulsará hacia arriba a un palmo del impacto. Menos conocido, pero otra ocurrencia local, es el jetboating, o lanchas de poco calado, para navegar a velocidad de vértigo por gargantas y cañones.

Lo más novedoso ahora es el rocketing, un cohete controlable que gira en el aire sujeto a un cable de acero. El parapente, el descenso de cañones, el esquí, el esquí acuático, los vuelos en aerostáticos y la escalada libre son otros deportes que pueden practicarse en un área que reúne casi todo para divertirse en la tierra, el agua o el cielo. Y si de algo podemos estar seguros es que Queenstown cumple lo que promete… y quizás mucho más…

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